El aroma del café por sí sólo es monumental.
Disfrutar una buena (grande, pequeña, mediana) taza de café nos lleva a un estado de felicidad inmediato.
Y sobre el café y sus múltiples variedades debe de haber tantas experiencias y relatos como seres humanos en el planeta.
Pero un punto en el cual pocas veces reparamos. Es en el recipiente en el cual lo bebemos. Cuestión de modernidad me supongo. Pero el mismo hecho en el vino y en la cerveza es diferente. En esos mercados las copas y los recipientes para beber cerveza o vino llegan a otro extremo de la degustación.
En el café hasta donde ubico sólo es el maravilloso café y ya: porcelana, cerámica, vidrio, madera como recipiente para beberlo. Inclusive están ahora las hechas de algún material digerible. No obstante, y no sé si esto se deba a mi particular afición por ciertas cosas, pero poco se usa o se difunde tomar el café en una taza de barro.
Probablemente en el colectivo histórico a las personas de determinada edad nos es fácil ubicar ese tiempo dónde el Nescafé era cosa de todos los días. Temprano por la mañana, durante el día o por la noche.
Ahora, con el tremendo boom del café y sus trescientas mil variedades y modos, añadir el aroma del barro en el recipiente en el que lo tomamos me parece más que necesario.
Café en taza de barro, o el pocillo, de peltre.
El pocillo no añade sabor (y en mi caso, odiaba la sensación del peltre en mi boca, aún me pasa) pero el barro sí añade aroma. Y ese el punto ahora.
El barro me parece que aporta una sutileza y encanto olfativo al hermoso asunto del café.
Tomar café en taza de barro es una delicia.
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